En este caso, el cuerpo de un inmigrante rumano que, como acto extremo de protesta ante los organismos públicos que habían despachado sus peticiones de ayuda económica para regresar a su país, enviándolo los unos a los otros, prendía fuego a su propio cuerpo frente a la Subdelegación del Gobierno en Castellón.
El visionado de tan sobrecogedoras imágenes desata, en cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, un torbellino de sensaciones, ninguna de ellas agradable, e, inevitablemente, nos lleva a preguntarnos cuán elevado no sería el grado de frustración de este señor para llegar al punto de prenderse fuego a sí mismo, pero, también, a reflexionar acerca de ese drama humano constante que es la inmigración.
Aunque Rumania forma parte de la UE y, por tanto, sus ciudadanos pueden circular libremente por los países de la Unión, la situación laboral y las condiciones de vida de la práctica totalidad de los inmigrantes rumanos en España no es distinta de la de los inmigrantes que proceden de países no integrados en la UE.
Lo acontecido el pasado martes es una muestra, quizá más llamativa, pero no por ello más terrible (aunque tampoco menos), de lo que, de un tiempo a esta parte, podemos contemplar casi a diario. Una muestra más de las tragedias que tienen como tristes protagonistas a inmigrantes. Una muestra más que viene a reforzar las tesis que defienden la necesidad de regular la inmigración, de que ésta esté sometida a un control y de que los inmigrantes lleguen con un contrato laboral, por el bien, sobretodo, de esas personas, que son estafadas por las mafias, que entregan todo lo que tienen a cambio de una promesa de un puesto de trabajo que les permita ayudar a sus familias a salir de la pobreza para, juntos, poder alcanzar una vida mejor; y que comprueban, cuando llegan al paraíso prometido, que éste no es tal.
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